En las tradiciones orientales, existe una leyenda que alude al Reino mítico de Shambala, un lugar inaccesible más allá del Tíbet, escondido entre montañas y valles de imponente belleza, cuyos habitantes son seres humanos inmortales que han alcanzado la iluminación y viven plenamente felices con absoluta sabiduría, en perfecta armonía con los otros seres vivientes, la naturaleza y el universo.
Cuando observo alrededor cómo es el mundo en el que vivimos, me doy cuenta con diáfana claridad que lo que les ocurre a los políticos es que no creen que exista el Reino de Shambala. Y al no creer, actúan limitados por lo que siempre han visto y por lo que les han dicho otros sobre cómo se hacen las cosas en política.
Heredan sin rechistar lo que les ha traído la historia; viven pendientes del pensamiento único que siembran los medios de comunicación alimentando hábilmente mentes dormidas y anestesiadas; ilusoriamente se creen convencidos en lo más hondo de que son `conservadores´, `progresistas´ o incluso `nacionalistas´; se identifican con sus moldes ideológicos de interpretación del mundo y se adhieren a lo que consideran verdades inmutables e incuestionables sin ningún tipo de reflexión genuina y propia. En realidad, lo que les ocurre a los políticos es que no creen en sí mismos y no se escuchan. Porque si lo hicieran se darían cuenta de que los seres humanos somos creadores de infinitas posibilidades y que estamos hechos de una pasta especial donde todo lo que imaginemos y nos propongamos podrá ser materializado. Aunque eso nadie lo haya hecho antes. Por eso se limitan a repetir modelos del mundo y no a crearlos.
Así que se conforman con el mundo tal cual está y, como mucho, conciben las ciudades en las que viven con la posibilidad de algunas mejoras, pero sin ninguna posibilidad de auténtica y suprema transformación.
Es una pena. Yo sé que existe el Reino de Shambala. Y también sé que en los albores del siglo XXI nuestras ciudades están pidiendo a gritos políticos libres. Políticos libres de su propio escepticismo; libres de sus convencimientos profundos de que el mundo no puede transformarse realmente; libres de su propias creencias limitadoras acerca de sí mismos que les llevan, una y otra vez, en un círculo sin fin, a enfocar los mismos problemas, con las mismas soluciones y los mismos planteamientos; libres de sus egos inflados y de su propia ignorancia esencial; libres de sus propias adhesiones ideológicas, profundas e inconscientes; libres del engaño que produce la falsa certeza de que el poder, el status social y el dinero les proporcionan la felicidad que tanto anhelan, pero que nunca encuentran en esa carrera irreflexiva, desesperada y automática hacia ninguna parte. Necesitamos políticos libres de sus expectativas de voto, pero esclavos de su conciencia. Necesitamos políticos que sólo estén encadenados a la máxima de buscar “el mayor bien posible para el mayor número posible de personas”. Políticos que encuentren el sentido de su vocación de servicio público, no en el reconocimiento externo, sino en la inigualable e inefable satisfacción interna de trabajar por un mundo mejor.
En el Reino de Shambala todos sus habitantes son políticos. Y políticos libres que se autogobiernan. Desde tiempos inmemoriales, transcendieron la democracia como forma de gobierno e instauraron el gobierno de los lúcidos, el gobierno de los seres conscientes, el gobierno de los que más aman. Pero en Shambala todos sus habitantes derraman a diario lágrimas por el resto de la humanidad y saben que sólo a través de una profunda y hasta ahora desconocida transformación interna, que debe originariamente realizar cada ser humano de forma individual, puede el Mundo cambiar. Sólo un cambio de mentalidad hacia una revolucionaria y más elevada comprensión del mundo, hacia una nueva y radical forma de pensar que irrumpa de la gran explosión del Espíritu en la Mente de los hombres, podrá en consecuencia transformar el mundo.
No nos engañemos: el mundo no cambiará si nosotros no cambiamos. Mientras no se produzca en nosotros una revolución interna de nuestra forma de ser, actuar, ver, sentir y pensar, nada se transformará realmente. Sencillamente porque la solución no está fuera, sino dentro. La solución está en el interior del corazón y de la mente de cada ser humano. La solución está en el mismo centro esencial de cada persona.
La tarea más urgente no reside solamente en acabar con el hambre en el mundo. No es ni siquiera proteger nuestro medio ambiente. Ni en diseñar nuevos y más modernos modelos de ciudad. La tarea más acuciante, pero sobre todo la más importante, es que cada individuo de la especie humana transforme su conciencia interior en un extraordinario, audaz y enérgico giro revolucionario hacia una nueva comprensión del Mundo basada en la Verdad y el Bien. Y todo lo demás vendrá por añadidura, porque sólo la Conciencia superior, como impulso y motor del auténtico cambio, actuará y se desplegará sobre las restantes dimensiones de la realidad.
El mundo, sumido en un cada vez más preocupante estancamiento patológico que no logra despegarse de la lacra de lo políticamente correcto, está enfermo de mentira. Tengamos arrojo. Seamos valientes. Liberémonos de nosotros mismos, comencemos por ver nuestra propia incoherencia y la transformación del mundo comenzará verdaderamente. Porque sólo desde un nivel de conciencia más elevado, sólo entonces, lo veamos o no, lo creamos o no, habremos iniciado el proceso de creación más sublime y genuinamente humano que existe: el camino que nos llevará a encontrar el Reino de Shambala. GLORIA ARTILES.